La idea de
escribir traspasa toda intención negativa cuando el pensamiento se acumula,
revoluciona y casi que te obliga a plasmar lo pensado en algo, sin que se
pierda, o simplemente sin que se esconda por ahí, en esa inmensa laguna
cratérica llamada imaginación. Éste soy yo, un monomaníaco dependiente de lo
que piensa. He llegado a pensar que si me tocara decir todo lo que pensara, o
me gastara la voz, o mi pensamiento se aburriría de pensar y dejaría de
hacerlo. El caso es que, como verán, ni yo me entiendo, pero prefiero quedarme
sin voz, que callar a semejante chihuahua hambriento a las seis de la mañana
que viene siendo mi pensamiento.
El otro día
conversaba con una de las bibliotecarias, súper carismática por cierto, casi
casi que al borde de la esquizofrenia. Orgullosa y entusiasta por lo que es,
por lo que hace y por lo que tiene, y frustrada, por otra parte, por las mismas
razones. Las típicas congojas humanas del subdesarrollo y tan normales en
sociedades como la nuestra. ¡Paradójico! Éstas pláticas tan interesantes son de
las que se llenan mis días, entre redes sociales, personas, clases, libros,
música y malos ratos, para devolverme la idea de lo inmensamente misterioso del
pensamiento y las inquietudes que nos llevan a cuestionarnos las cosas más
básicas del existir, como los detalles.
Por ahí dijeron
que la vida estaba conformada por pequeños detalles, ¡cuánta razón tiene quien
lo profirió! El detalle está en que la mayor parte de esos detalles se nos
pasan desapercibidos. Estaba en la Biblioteca, entraban y salían, la pobre
bibliotecaria insistía en que guardaran silencio, uno que otro escondía su
gaseosa para poderla tomar mientras, el ruido de un celular imprudente, o más
bien el ruido de un celular de un imprudente, y mis audífonos. Leía, revisaba
Twitter, escogía la próxima canción de mi lista y levantaba una mirada cada vez
que algo llamaba a mi atención. Así de concentrado soy: todos en sus mundos y
yo, ahí, intentando penetrar a los mundos de los otros. Decime vos, ¿quién soy
yo para andarme metiendo en los mundos ajenos? Pero bueno. Así de imprudente es
mi curiosidad.
Una muchacha de
tez morena, estudiante de medicina (lo que supuse por su gabacha blanca
arrugada y su mochila de alpinista), llevaba unas ojeras que hasta parecían
estrías y su cabello no iba arreglado como convencionalmente lo suelen hacer
las niñas que salen con tiempo de casa y procuran guardar detalles tan
insignificantes como ese; llevaba una enciclopedia entre los brazos y una leve
expresión de decepción por -quizá- no haber encontrado el libro que necesitaba.
En fin. Posiblemente llegaba apenas del hospital después de un turno nocturno
completo y tendría que estudiar para su examen de la tarde, la verdad no lo sé
y me interesa muy poco, lo que sí puedo aseverar con seguridad es que esa
prójima estaba “más para allá, que para acá”. ¡Pobrecita! De no verla en la
Universidad, más su peso y los ánimos con que andaba, diría que era enferma
terminal o algo por el estilo.
En el trayecto
del mostrador hacia la puerta de salida, saludó a un conocido que, de no ser
por el ademán entre afectivo y avergonzado y el gesto de saludo distante, diría
que apenas y se conocían. A propósito, el muchacho éste le hizo señas de que se
anudara los cordones de los zapatos, unos deportivos estilo converse clásicos, rojos tal vez en su
momento, medio rosados con marrón ahora, porque lo único que le faltaría a la
desdichada es que se enrede entre los cordones y se caiga al suelo orquestando
una mofa entre los presentes, ¡válgame Dios! Y bueno, puso el libro en la mesa,
se agachó para anudarse los cordones de sus converse
y se levantó con dirección a la salida.
Justo cuando iba
a tomar la manigueta de la puerta para abrirla, una joven, menor en edad que
ésta, y con un estilo mucho más detallista en su aspecto, tomó la manigueta por
ella y le abrió la puerta. Ambas sonrieron discretamente, una en señal de
agradecimiento y la otra en señal de: “uff, hice lo correcto”. Sólo imagínense
que con la gabacha ajada, la mochila de alpinista, el pelo desarreglado y una
enciclopedia con un tercio de su peso en sus brazos, lo que haría falta es que
se esforzara el triple para abrir una simple puerta, pero no, una desconocida,
inexistente en su mundo y totalmente ajena a su situación, se dignó para hacer de
un simple gesto insignificante, un detalle que marcaría el día y la vida de la
pobre doctorcita en formación.
¿Cómo diablos
puede marcarle la vida a una persona un detalle tan “insignificante” como éste?
Pues bueno, en principio, sabiendo que cualquier desconocido puede ponerse en
tus zapatos, entender tu realidad por muy adversa que sea, y ayudarte a
hacerte, si no la vida más fácil, por lo menos un poquito más alegre. Son esos
detalles a los que me imagino se refería el pensador aquel (que ni de su nombre
me acuerdo) cuando aseveró que la vida estaba hecha de mínimos detalles
continuos. La estudiante de medicina, por supuesto que cayó en la cuenta del
hecho de abrirle la puerta a cualquiera que venga detrás de ella, y se
maravilló sobremanera porque pudo comprobar en carne propia lo que es la ayuda
desinteresada y la práctica de aquella cátedra milenaria de “hacer el bien sin
mirar a quién”.
Quizá ésta prójima no se quitó el cansancio, ni el desvelo. Quizá no tuvo la oportunidad de peinarse a como quisiera o darse un baño con pétalos de rosa para espabilar los ánimos. Quizá no se ganó tampoco un millón de dólares, pero evitó botar la enciclopedia enorme de Microbiología -creo que era algo como eso- que llevaba en los brazos, o dejar los brazos pegados en una puerta más difícil de abrir que la billetera de mi papá.
Quizá ésta prójima no se quitó el cansancio, ni el desvelo. Quizá no tuvo la oportunidad de peinarse a como quisiera o darse un baño con pétalos de rosa para espabilar los ánimos. Quizá no se ganó tampoco un millón de dólares, pero evitó botar la enciclopedia enorme de Microbiología -creo que era algo como eso- que llevaba en los brazos, o dejar los brazos pegados en una puerta más difícil de abrir que la billetera de mi papá.
La buena
samaritana que le abrió la puerta para que pasara nuestra nazarena, desde luego
que no se ganó un Nobel, ni descubrió la cura del cáncer, ni mucho menos, pero
creó una consciencia de servicio desinteresado, tanto en la doctorcita, como en
cualquier sociópata que estuviera observando la escena como yo. Y yo que me
quejo de los días aburridos y de las tardes silenciosas de biblioteca, ¿qué
tal? Si solo me faltaban las palomitas y la gaseosa deleitándome con semejantes
momentos. Pero bueno, así es que se van creando poco a poco las buenas maneras
y los gestos fraternos de compañía en una sociedad en la que cada uno vive,
respira y se mueve en torno a uno mismo, sin importarle la triste o alegre
realidad ajena.
Como se ha dicho
anteriormente, la “doc” ni descubrió al amor de su vida, ni descubrió su
vocación de abridora de puertas, pero tuvo una lección que quizá jamás habría
tenido con respecto de la solidaridad que se supone debiera regir a sociedades libres
y “pacíficas” como la nuestra. Descubrió, al final de todo, que un detalle como
ese podría recordarnos a todos porqué y para qué estamos en este
mundo.
Ahí terminó una
de las tantas películas en las que se divide mi día o mi tarde en la Biblioteca,
pero calmar el pensamiento ya verán que es más difícil que darle la vuelta a la
rotonda de la Centroamérica en plena hora pico. Es ese el punto de ebullición
de la imaginación que choca y transgrede en ocasiones hasta con el diseño de persona “encauzada” que los
factores sociales quieren imponernos tan a menudo.
Y vos, ¿a
cuántos ya le abriste la puerta durante el día o a cuántos les deseaste unos
buenos días por hoy? Intentalo y contame cómo te va.
Pedro S. Fonseca
H.
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